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SER CHAIRO O SER FIFÍ, HE AHÍ EL DILEMA

(Este programa es público, ajeno a cualquier partido político. Queda prohibido el uso para fines distintos a los establecidos en el programa)


El país está polarizado, se puede respirar apenas uno anda por cualquiera de sus calles. Pero no es mi intención aludir como culpable al periodo de transición presidencial del año 2018.

No, este aire de indiferencia entre ciudadanos lo inhalamos desde nuestro primer día de vida los de mi generación. Incluso, me atrevo a afirmar que en México no se ha respirado de otra manera desde principios del siglo XX.

En el norte, aquí en nuestro Matamoros querido, donde la cabeza se nos cuece de tanto andar sobre el hervor de los esteros, no consigo diferenciar este calor que doblega nuestras almas de aquel otro que sofoca a los personajes de Juan Rulfo, en su obra “Pedro Páramo”, sino por una variante: allá, en el sur, el drama es entre campesino y hacendado, cuando aquí el antagonista del obrero es el empresario maquilador. Aun así, esta dicotomía se ve relacionada por un peculiar aspecto: el constante desdén a la clase política.

El tiempo ha pasado y, entre este calor que nos aprisiona —el generado por el fuego de nuestra indiferencia—, ya se han cimentado dos grandes etiquetas para identificarnos: el Chairo y el Fifí. Debatirán ustedes sus orígenes, lo cierto es que, al tiempo actual, son las más sonadas.

De esta manera, ni el campesino ni el obrero pueden salir a exigir mejores condiciones de trabajo sin ser llamados “chairos” en el acto. Lo mismo con el hacendado y el empresario; al defender sus privilegios de los demás, terminan denostados como “fifís”.

¿Hacia dónde vamos, entonces, si estamos tullidos por esta desigualdad que nos aleja, que nos confronta?

¿Existe una forma de conciliar las exigencias de oportunidad de unos (los chairos) con el hambre de riqueza de los otros (los fifís)? Desde luego que sí. La solución se encuentra en ese otro tercio: en el estado; la clase política.

Estas palabras que nos lanzamos desde nuestras trincheras, esas que caen y al explotar suenan “prole bola de pendejos” o “se las metimos doblada”, pueden ser cesadas en el momento que el estado decida brindar las mismas oportunidades a ambas clases sociales. Yace ahí la reconciliación.

Así que dejemos de zaherirnos. Veamos el origen del problema. ¿Qué es lo que aviva estas llamas con las que arde el llano —para terminar con Juan Rulfo? Es la desigualdad acrecentada por la mala administración del estado. Este calor que nos sofoca, que nos impide cocernos, no es otro sino ese que la clase política ha ido exacerbando con cada desacierto, corruptela o traición a la patria.

Pongámonos críticos, pues; volvámonos exigentes. Detengamos el fuego amigo entre mexicanos ricos y mexicanos pobres —al final de cuentas, todos hijos de una misma bandera. Quitémonos estas punzantes caretas de “chairos” y “fifís” y exhibamos al verdadero causante de toda esta acalorada rabia: el estado.

Ni Chairo ni Fifí. Si han llegado al poder, y no cumplen con lo que han prometido, que la nación se los demande. ¡Ciudadanos demandantes, proclamémonos todos entonces!

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