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AL VUELO-Perros

(Este programa es público, ajeno a cualquier partido político. Queda prohibido el uso para fines distintos a los establecidos en el programa)


Por Pegaso

Tras mi vuelo vespertino por los cielos de Reynosa me puse a revisar algunos portales informativos para enterarme de las últimas noticias locales, nacionales e internacionales.

Y he aquí que me encontré con una información que no sé si catalogar de racista, absurda o simplemente estrambótica: Un peladito que se llama José Antonio Sánchez, Presidente del sistema de televisión y radio oficiales de España, RTVE, dijo que el exterminio de los aztecas por parte de sus compatriotas hace más de quinientos años fue un hecho heroico.

«Lamentar la desaparición de los aztecas es como mostrar nuestro pesar por la derrota de los nazis en la II Guerra Mundial»,-dijo el baturro engreído y torpe.

No sé si habrá una respuesta del Gobierno mexicano ante expresiones tan ofensivas, si se toma en cuenta que el que lo dijo es la cabeza de una entidad gubernamental, como es la televisión española.

Según el botarate, la conquista de México por los españoles no fue un holocausto, sino simplemente una plausible labor «evangelizadora y civilizadora» porque los aztecas eran un pueblo bárbaro que acostumbraba los sacrificios humanos.

Antes de la llegada de los españoles convivían en el Valle de México diversos pueblos que hablaban la lengua náhuatl y tenían un origen común, como los aztecas o nahuas, los acolhua, los tecpaneca, los otomíes y otros.

Lo que se conoce como el período posclásico de la historia de nuestro país, estuvo dominado por una gran coalición llamada Triple Alianza, conformada por Tenochtitlán, Texcoco y Tlacopan.

Su sistema de creencias, efectivamente, incluía el sacrificio humano, una forma de satisfacer a sus dioses para que fueran propicios y se pudiera obtener una buena cosecha.

La forma en que obtenían a las víctimas era mediante las «guerras floridas» o xochiyáototl, que básicamente consistían en batallas previamente convenidas entre pueblos amigos o enemigos, como cuando organizamos una cascarita de futbol en nuestros días. Los guerreros que eran capturados en la acción, iban con gusto a morir bajo un afilado cuchillo de obsidiana porque sabían que su sacrificio serviría para que terminara la sequía y se pudiera alimentar al resto de los habitantes del «Unico Mundo», como lo conocían ellos.

Aparte del sacrificio humano, se acostumbraba comerse el corazón de la víctima para absorber su coraje y valentía.

Impuesta a fuego y sangre por los españoles, la tradición católica ensalza también el sacrificio humano en la figura de Jesucristo. Todavía, en la liturgia, nos comemos «el cuerpo de Cristo» en forma de ostia y bebemos su sangre en forma de vino. Aunque diferentes en forma, ambos actos son en esencia lo mismo.

En las primeras expediciones españolas al nuevo continente, las tripulaciones estaban constituidas por la peor escoria de la sociedad de aquellos tiempos: Asesinos, violadores, ex convictos, prófugos de la justicia y desertores.

Hernán Cortez, eso sí, un excelente estratega, obtuvo la victoria con un puñado de hombres ante los millones de habitantes del Valle de México debido a las leyendas que había de mucho tiempo atrás. Es decir, los aztecas pensaban que su dios, Quetzalcóatl, regresaría para traer una nueva era de paz y prosperidad, pero lo que llegaron a bordo de aquellos bergantines eran unos perros rabiosos sedientos de oro y sangre.

Cuando arribaron a aquel valle, los conquistadores se maravillaron al ver la majestuosa ciudad, tachonada de blancos y enormes edificios, magníficas calzadas, hermosos puentes y amplios canales, como una Venecia pero a lo bruto.

En aquel tiempo Tenochtitlán pudo ser la ciudad más grande, poblada y hermosa del mundo.

Había otras urbes de gran señorío, como Texcoco, a la que llegaron a comparar con Atenas porque fue el centro de la cultura precolombina. Su rey, Netzahualcóyotl, fue un gran poeta cuya obra aún perdura.

Lo que siguió ya lo conocemos. Durante varias décadas se enseñoreó la barbarie, los naturales fueron esclavizados y exterminados, ya sea por la viruela o por las armas españolas.

Llegaron frailes de diversas órdenes religiosas con la encomienda de pacificar a los indígenas mediante la religión, pero éstos se resistían fieramente a aceptar otras deidades.

Decían: «¿Cómo es posible que su Dios de bondad permita asesinatos, violaciones y torturas como los que están cometiendo ustedes aquí?»

Luego, al ver que continuaban adorando a sus deidades «sanguinarias» en la clandestinidad, introdujeron la imagen de una virgen de Extremadura e inventaron una historia poco creíble pero que a la postre sirvió para sus propósitos de pacificación, donde Juan Diego, ahora San Juan Diego, tuvo varios encuentros con la Madre de Cristo en la figura de la Virgen de Guadalupe.

Menciono todos estos antecedentes porque aún prevalece en España, entre los grupos más reaccionarios de ese país, la idea de que la Conquista de México fue un acto heroico, como que les hicieron un favor a los antiguos habitantes de México al venir hasta acá, someterlos a la fuerza, hacer una labor de exterminio e imponerles una lengua, una cultura y una religión que no querían.

Carretadas de oro y joyas fueron a parar al tesoro del Rey de España, como fruto de la barbarie. Toda esa riqueza, sin embargo, no le valió para conservarse por mucho tiempo como la mayor potencia militar de Europa, ya que la realeza de ese país era derrochadora y todo se lo gastaba en pagar deudas de juego o en satisfacer sus caprichos.

Los españoles, tan orgullosos por haber “civilizado” y “evangelizado” a los antiguos habitantes de México, estaban sometidos a su vez a un régimen monárquico que les exigía, por ejemplo, que las novias antes de casarse pasaran por las armas del rey, es decir, que el monarca debía sacrificarse y ser el primero en poseerla, lo que se conocía como “derecho de pernada”.

Y hasta la fecha, aún cuando la realeza ya son meramente unos monigotes, un símbolo de un pasado oscuro, los españoles siguen adorando a sus reyes, reinas e infantes, y siguen pagando todas excentricidades.

Así que si algún día me encuentro al tal José Antonio Sánchez, mejor deténganme, porque le voy a partir la mandarina en gajos.

Me voy enmuinado y los dejo con el refrán estilo Pegaso: “¡Ulerooooooo!”

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